PREGÓN DE LA XXXVII FERIA DEL PIMIENTO DE FRESNO DE LA VEGA

Alcalde,

Autoridades, 

Vecinos, amigos,

Sean mis primeras palabras de profundo agradecimiento al Ayuntamiento de Fresno de la Vega y a todas las personas que están detrás de mi nombramiento por el honor que supone pregonar la fiesta grande de este pueblo, al que me une una relación de más de cuarenta años y al que, orgulloso, siento pertenecer.

Gracias por permitirme estrechar unos lazos con Fresno ya indelebles y, sobre todo, por brindarme la oportunidad de compartir este premio con mi familia y amigos, protagonistas de esta relación que trasciende tiempo y generaciones.

Me llamo Aarón Zapico y soy uno de los tres nietos que tuvo Queta, la asturiana del chalé de la entrada al Camino Vecinal. La que no perdía un baile, merienda en la bodega o partida al parchís. Por vicisitudes de la vida y la razón universal en toda Asturias de “ir a León a secar”, alrededor de 1975 mis abuelos comenzaron a construir ese chalé en un pujante Fresno de la Vega que les había llamado la atención años antes por sus calles asfaltadas, médico, farmacia y, por qué no, bares. Tiempo después, arranco a caminar en uno de estos bares, su elegante cafetería, y comienzo a disfrutar de los veranos de manera periódica, estableciendo una relación con alguna que otra ausencia pero bien sólida.

Confieso que no sé si me arrepiento de haber aceptado pregonar esta Feria, la verdad sea dicha. Es un reconocimiento que asumo con la mayor humildad porque, aunque lleve mi nombre en solitario, es un premio que comparto con mi círculo más cercano. Lo considero un honor y un privilegio. Y no puedo estar más agradecido por esta muestra de generosidad.

No sé si dispongo de los argumentos adecuados para este pregón. Si son más o menos interesantes o, siquiera, si son valiosos. Es más, no sé si considerarlos argumentos, recuerdos o, más bien, justificaciones para aceptar este pregón. Eso sí, son genuinamente míos. Más preciados por su envoltorio que por su contenido.

En primer lugar, está mi familia. Cuatro generaciones han pasado por aquí. Y lo seguimos haciendo. Al principio, mucha bicicleta, mucha pelota y, cómo no, a barrer el patio todas las mañanas, que las parras quedan muy bien pero dan su guerra. Igual que los rosales. Pasa el tiempo y levantan un frontón, que yo no había visto eso ni en las películas. El asueto se traslada entonces allí: a ver jugar a los que saben y a buscar pelotas perdidas entre la maleza. Esta dinámica más bien tranquila y con su punto de aburrimiento cambia drásticamente cuando aparece la piscina. Sigue habiendo bicicleta, frontón y pelota, sí, pero ahora es el agua quien ejerce su dictadura sobre el tiempo. Estoy hablando de unos años donde la piscina estaba completamente vacía por las mañanas y las dos horas y media de digestión se tenían que cumplir a rajatabla. Pobre del que no lo hiciera porque era poco menos que un suicida. O cuando los bocadillos de la merienda medían tranquilamente treintaypico centímetros y los comíamos como salvajes. 

Hoy en día, estas actividades han sido actualizadas, mejoradas en algún caso, pero siguen siendo, básicamente, las mismas. Han desaparecido parras y rosales pero pongo a mis hijas a barrer el patio cuando me acuerdo. Son ellas las que han aprendido aquí a montar en bicicleta o a nadar y coger confianza en esta misma piscina. También a estresar a la fauna acuática en la laguna fabricando cañas de pescar de otras épocas o a distinguir el trigo del maíz. Es con ellas con las que voy de “contacto con la naturaleza”, como decía mi abuelo Quilino, a explorar el Jano o a pasear y procurar ver a alguna liebre. A disfrutar el tiempo de otra manera. Porque aquí, en Fresno, lejos del mundanal ruido, las horas corren lentas en verano.

Luego, los amigos. Esa familia que uno escoge. Y los de aquí son de la mejor clase: los que aparecen con calabacines, pimientos, tomates o cerezas de su huerta, sí. Pero también los que te ayudan a colgar las bicicletas, te invitan a casa, están pendientes de tus ausencias o acuden a verte en concierto, que es importante en mi caso. Tere, Toño. Nena, Lore, Inda, Loli y Jesús: estoy muy feliz de compartir este día con todos vosotros. Y mesa, mantel y excursiones. Y hablar de los derechos y reveses de la vida, que no son pocos pero que compartidos se hacen más livianos. 

Gracias, Gelita, por venir a verme hoy. De ti parte todo este torrente de amistad.

También con todos los compañeros de toalla, equipo y correrías de la infancia que nos vemos esporádicamente y siempre con críos revoloteando alrededor. Y esas amistades heredadas de mis padres, herencia de valor incalculable. Con todos vosotros lo comparto y espero brindar más pronto que tarde.

Fresno es también música para mí. Imposible abstraerme de una abrumadora cantidad de horas de estudio en pleno verano dedicadas a preparar pruebas de acceso a conservatorios, primero, y conciertos en el circuito profesional, después. Este chalé me ha visto evolucionar, pasar de estudiante a profesional, de pianista a clavecinista y, por último, a director de orquesta. Son recuerdos que están adheridos a las propias obras musicales y hacen que adquieran una entidad irrepetible. Porque las partituras son depositarias de la música, sí, pero también de momentos asociados a ellas de lo más variopinto. De aquí me llevo unos cuantos: las broncas de mi abuela por beber sus Cocacolas a escondidas después de tocar 8 horas el piano; estudiar a oscuras y de memoria por el calor; o aquella vez que me corté en un dedo (¡barriendo el patio!) y tuve que hacer 3 conciertos con un aparatoso vendaje. Pues eso.

Hablando de mi trabajo, quizá una de sus características más importantes sea el viajar. Tengo la suerte de poder conocer sitios y gentes de lo más exótico y, claro, el nombre de Fresno sale a colación con regularidad puntual. A los que les hablo de aquí, a los que tengo la fortuna de poder invitar a casa, casi todos músicos bien viajados, les escucho siempre la misma frase: “qué bien estáis ahí”. Y es muy cierto: en Fresno se está bien.

No quiero finalizar este pregón sin destacar alguna de las cosas que más me gustan de aquí. Algunas son muy personales, como el color del cielo al atardecer o después de una tormenta, el olor cuando llueve o la sensación de paz y soledad paseando por los caminos. Otras son de todos muy conocidas, como lo es la importancia de esta multitudinaria Feria del Pimiento o que Fresno esté considerada la capital de la huerta de la provincia, no solo por la fertilidad de su vega si no también por la especial querencia de sus gentes a la tierra. Pero hay un par de ellas que he descubierto hace poco, ignorante de mí, y que me gustaría compartir con ustedes: el ancestral e ininterrumpido conjuro del “tente nube”, por el cual los labradores luchan cada 31 de enero contra los duendes, o “renuberos”, para impedirles fabricar el granizo mediante tañidos de campanas y una letanía disuasoria. Y la segunda, todo un referente hoy en día, que es la figura de la maestra y periodista Calimeria Montiel, nacida aquí en 1888 y que, entre otros muchos méritos, fue la primera mujer en escribir en el Diario de León. De todos los temas sobre los que escribió combativamente en tiempos muy difíciles, muchos de ellos siguen de rabiosa actualidad, como es la España vaciada o la educación en el entorno rural.

Ha tenido que sobrevenir una pandemia para que reordenásemos nuestras prioridades. Para darnos cuenta de cómo hemos de vivir y disfrutar de nuestra vida. Para revalorizar nuestro entorno rural y afirmar, rotunda y efectivamente, que aquí es donde se está bien.

Tomo prestado el comienzo de una de las obras de un leonés ilustre, el compositor Juan del Encina, para invitarles a disfrutar de esta feria, sus productos y, sobre todo, su gente: “Hoy comamos y bebamos y cantemos y holguemos que mañana ayunaremos”.

Viva el pimiento y viva Fresno de la Vega.