7. Dido

Cuando yazga en tierra,
que mis errores no causen
cuitas en tu pecho; recuérdame,
pero, ¡ay!, olvida mi destino.

Dido es mi partitura favorita. El objeto, me refiero. El libro. Mi edición, muy buena en contenido, no es que sea muy robusta en continente, al contrario, casi peca de endeble, de gasto pequeño. Esta simpleza en la armadura provoca que las cicatrices del uso, los dobleces de los viajes y las marcas de agua de manos y frente estén muy presentes. Dolorosamente presentes. Sumergida entre las notas, paralela al texto, sobrevive nuestra relación.

Dido es la mitad de Eneas. Y juntos, reina de Cartago y héroe de Troya, son la ópera de Henry Purcell. Un milagro barroco que dura poco más de 60 minutos pero que es la esencia misma de tu vida y de mi vida. Un viaje a través de emociones y personajes que reconocemos en nosotros mismos, de situaciones ya vividas y de paisajes mil veces visitados. Es una parada obligatoria, un capítulo anhelado en esta Historia de Música Diversa y Apreciación Sin Etiquetas que voy desgranando, con puntual retraso y apresurado esfuerzo, en esta columna.

Dido ha sido mi soleado octubre. Su historia de amor, dolor y desesperación me ha acompañado aquí y allá y ha servido, en genial adaptación escénica de Rafael R. Villalobos, para contar y cantar a nuestros adolescentes su muchas veces descarnada realidad. A través de la música, hemos identificado, señalado y caracterizado a sus ángeles y demonios. A los celos, al abuso, a la amistad, al acoso, al amor. Nuestros ángeles y demonios también.

Problemas donde más que culpables hay contextos.

Vayámonos, compañeros.
Levad vuestras anclas,
el tiempo y la marea
no admiten dilación.

Rápido, buscad a Dido. Dejad que Harnoncourt sea vuestro Eneas. Teclead en el buscador [Dido Harnoncourt Purcell] y recorred colinas y valles, rocas y montañas, bosques musicales y frescas y umbrías fuentes.