Pregón de las fiestas de Sama de Langreo, julio de 2017

Alcalde,
Autoridades,
Asociación de la Hostelería de Sama,
Vecinos, amigos,

Sean mis primeras palabras de hondo agradecimiento a la Asociación de la Hostelería de Sama y a todas las personas que están detrás de mi nombramiento por el privilegio que supone pregonar las fiestas patronales de nuestro pueblo. El lugar donde nací, me crié y elegí establecer mi hogar.

Gracias por este nombramiento y gracias por la heroica labor que lleváis a cabo durante todo el año para no dejarnos sin esta fiesta mayor, por inundar Sama de pinchos y tapas o conseguir disfrazarnos de forajidos del Oeste y coloridos payasos. Gracias por hacernos querer a Sama y por vuestro trabajo dinamizador que está revitalizando de manera definitiva este pueblín, al que tanta falta le hace.

Me llamo Aarón Zapico y soy el nieto de Maru y Fermín, Queta y Quilino. Sobrino de Cefe, hermano de Pablo y Daniel, hijo de Marga y Eloy, marido de Soco y padre de Inés y Claudia. Esta maravillosa y exótica mezcla soy yo. Y vivo en Sama. He estudiado fuera. He vivido fuera. Pero elegí volver y vivir aquí. Y no me arrepiento.
De lo que no sé si me arrepiento es de haber aceptado pregonar las fiestas, la verdad sea dicha. Siento la imperiosa necesidad de justificarme, de creerme merecedor de este premio. Lo considero un honor y un privilegio. Un reconocimiento que acepto con la mayor humildad porque, aunque lleve mi nombre en solitario, es un premio a un conjunto extraordinario de personas que me guían, apoyan, estimulan y enseñan todos y cada uno de los días de mi vida.

Carmen, Gonzalo, Soco, Pablo, Daniel, Marga, Eloy, Inés y Claudia: permitid que me apropie de vuestra definitiva influencia en mí y comparta este reconocimiento con vosotros. Gracias por acompañarme en este apasionante y complicado camino vital.

Gracias sinceras también a todos los que me habéis dado la enhorabuena, a los que me preguntáis qué tal éste o aquél concierto, a los que me felicitáis por lo que vamos logrando y a todos los que os alegráis cuando nos van bien las cosas. Gracias porque suponéis un combustible indispensable.

No sé si tengo los recuerdos adecuados para un pregón, la verdad. No sé si son más o menos interesantes o, siquiera, si son valiosos. Eso sí, son genuinamente míos. Y los recuerdos son regalos que no se pueden devolver o cambiar. Más preciados por su envoltorio que por su contenido. Y aquí están los míos.

Cierro los ojos y Sama me sabe a fútbol. A partidos en el patio del Colegio Público José Bernardo durante el recreo. Claro, si no llovía. Que antes llovía. A contra B ó C contra A, lo mismo daba. Si no había rivalidad, se inventaba sobre la marcha. Y, al final, la mofa de siempre: “Ganemos, ganemos” a coro y señalando a los perdedores mientras subíamos sudados y resoplando a clase. ¿Nos lavábamos al menos las manos antes de sentarnos? No creo.
Partidos en la plaza del Ayuntamiento. Sí, antes de que se convirtiese en una especie de proyecto final de la clase de arquitectura urbanística donde se prueban combinaciones imposibles de rampas, escalones y jardineras con una fuente de caños secos y una madreña gigante del futuro. En esa plaza antes se merendaban tertulias, se paseaba a pie o en bici y, sobre todo, se jugaba al fútbol. Menudos partidos. Hasta teníamos un amigo que todos los días quería ser el árbitro. No sé qué será de él.

Se tiraban las cazadoras al suelo, amontonadas a la distancia de portería y se elegían a los componentes de cada equipo sin miramientos, sin rodeos. Según fuese la cantidad de jugadores se escogía como terreno de juego el lateral del Banco o, directamente, la plaza en su totalidad. A las bravas, que somos muchos. Los balones volaban de un lado a otro y, periódicamente, el impacto de cortesía con sus pertinentes voces y riñas. Eso sí, la sangre nunca llegaba al río: había paciencia y tolerancia con los niños y sus juegos.

Con el tiempo, este fútbol asilvestrado me hizo desembocar en el Alcázar Club de Fútbol, más que merecido “Langreano de Honor 2017”. Allí formé parte de una especie de plan secreto para trasladar la arena del campo de fútbol a nuestras casas dentro de botas, medias y calzones. Como tapadera, jugábamos al fútbol. Incluso un año fuimos rematadamente buenos y subimos a la categoría del Sporting de Gijón y del Real Oviedo. Al Oviedo, recuerdo, le marcamos un gol en su campo en los primeros cinco minutos de partido. Luego nos cayeron once. Un gol por cada jugador.
En el Alcázar, durante los seis años que estuve, fui un número uno: marqué UN gol, cometí UN penalti (recuerdo que incluso lloré) y me sacaron UNA tarjeta amarilla. Un poema.

Afortunadamente, la afición al fútbol no solo era de naturaleza práctica. Pincho y Fanta de Naranja los domingos de Canal + con mi güelito en el Vaivén (felicidades por vuestro vigésimo quinto aniversario) y sopa con poco caldo, mucho fideo y demasiadas voces los miércoles de Copa de Europa en casa de güelita. Por supuesto, y siempre, con el Madrid.

Cierro los ojos y en Sama oigo música. Mucha música. Subo la solemne escalinata de madera en el edificio de “El León de Oro” y escucho a Ana María, que en paz descanse, solfeando conmigo sobre una mesa camilla coronada de ganchillo, marcándome el compás en un piano desafinado de amarillentas teclas y al ritmo de nenín cuando algo no le gustaba. Algunas veces, al acabar la clase, me siento en las escaleras de aquel portal oscuro y fascinante y oigo a Chopin o Clementi mientras la casa entera cruje y la luz de la claraboya se queja más que ilumina. Aquello es mágico.

Me veo sentado en el salón de mi casa estudiando intervalos con mi madre, no en vano estoy matriculado desde los ocho años en el Conservatorio. Piano, solfeo, armonía, historia de la música… En este centro, lujo al alcance de la mano, comienzo a entender, disfrutar y amar la música. Visto una elegante tarabica en el concierto de Santa Cecilia pues, además de tocar, tengo que ayudar con el reparto del bollu preñáu, que mi padre es el presidente de la Asociación de Padres y mi madre la Secretaria y hay que echar una mano. Hay aprendizaje musical reglado, claro, pero en esta época también experimento en primera persona las bondades del asociacionismo, del trabajo en equipo y de la generosidad para con los demás a través de mis padres y de su labor al frente de la AMPA. La música caló en mí, sí, pero también ese espíritu colectivo y generoso.

Tengo el privilegio, como muchos otros de mi generación, de asistir en este centro a unos años dorados, de un esfuerzo, creatividad e ilusión difíciles de asimilar: decenas de instrumentos antiguos construidos en cursos formativos, clases magistrales de interpretación, ciclos de conciertos, estrenos mundiales de música contemporánea, un festival de música antigua o la creación de una orquesta sinfónica joven. Sí, aquí, en Sama. Difícil de creer, ¿verdad? Fuimos la envidia del sector durante años. Lástima que ningún responsable político supo aprovecharse y presumir de ello.

Me oigo al piano, primero de pared, más tarde de media cola o colín, que no se diga. Veo a mis padres obligándome suavemente a estudiar, a regalarle horas a aquel mueble negro. Aplausos, lloros, metrónomos, escalas, arpegios, más aplausos, más lloros, desesperación, incertidumbre, disfrute. Hay sacrificio, sí. Pero merece la pena. Está mereciendo la pena.

En el seno del conservatorio, en medio de este meollo creativo, de esta locura musical, surge un grupo de música barroca comandado por tres hermanos: Forma Antiqva. Fue a finales de 1998, hace casi veinte años. En esa época no sabíamos nada. Prácticamente no teníamos nada. Pero la intuición y el estímulo que nos rodeaba prendieron la mecha de un proyecto que, hoy en día, está considerado como uno de los más influyentes e importantes del sector de la música clásica en España. Y es de aquí, es de Sama.

Intento organizar un poco los recuerdos y no hay manera. No hay quien dome a la memoria. Voy un poco pillado de tiempo y la cabeza no me da para gestionar los pocos conciertos que me quedan en la temporada, los preparativos de un par de viajes y este ejercicio íntimo en forma de pregón. Tampoco ayuda que las imágenes salten unas sobre otras, estimulando éste o aquél sentido, la verdad. Me pasa un poco como cuando últimamente me pongo a estudiar, que según sea la pieza que estoy trabajando la relaciono con tal o cual ciudad, con tal o cual plato que he probado. Será la vieyera, digo yo.

Fíjate que me viene el olor, sabor y color de la tapa de hígado encebollado del Bar Manolín los domingos a mediodía después de misa, que yo antes iba a misa. Es el día de hoy que repito de carrerilla las letanías que respondíamos a Don Corsino, refrescadas ahora nada más que en bodas y funerales. Después, yendo para casa, los pertinentes pasteles de Betty. Ay amigo, eso sí que era un domingo como Dios manda.

Mi Sama también es la resucitada foguera de San Juan, más que nada porque si vives en pleno barrio de La Llera no te queda otra. Temblaban los cristales de las casas al compás de las orquestas y sentías el calor de la hoguera a poco que te arrimaras a la barandilla del río, que antes estaba ahí plantada. Si no tenías que estudiar, eran días entretenidos, de fiesta por el barrio y con gente en las terrazas. Recuerdo esconderme debajo del escenario, cuando eran cuatro postes y un suelo primitivo de madera, y ver a la gente bailar. Comprábamos cebollas en vinagre, puede que algún helado y, de vez en cuando, animábamos el cotarro con algún petardo imprevisto.

En esta desordenada memoria no puede faltar la noche y el día más felices del año. La víspera de Reyes en Casa Arias, jugando mientras mis padres tomaban vermú después de ver la cabalgata en la terraza encima de Felgueroso y, a la mañana siguiente, los contenedores llenos de inmensas cajas de juguetes. Salir a jugar al parque, contar lo que te habían traído y la gente paseando por las calles, mostrando lustrosos juguetes y cargando con el obligado roscón. Sama estaba feliz.

La Sama que yo tengo también es un poco exótica, por decirlo de alguna manera. Hay hockey sobre patines, con mis hermanos de flamantes goleadores y fines de semana de excursión por la montaña y partido de liga. De Torneo Langreano en la pista del parque, colgando artesanales pancartas de tela con publicidad y echando una mano (y algo a la boca) en el bar del club. ¿Que por qué hockey si yo no he patinado en la vida? Pues porque mis padres fundaron un equipo, el Club Patín Hockey Langreo, y varias escuelas de patinaje por todo el valle. Y entre medias, entre la AMPA musical y el Hockey, entre la mens sana y el corpore sano, gaita y tambor, que para eso estamos en Asturias: se aprovechan los fines de semana y, al albor de la Asociación de Padres del Conservatorio, se crea una Escuela de Música Tradicional, con Banda de Gaitas incluida. Y ahí estoy yo, de vigilante portero en el Conservatorio con el clave en medio del pasillo para poder controlar la puerta mientras estudio. Exótico, ya lo dije.

Pero tengo que confesar que mi relación con Sama es, en cierta manera, tardía. Los adolescentes de mi generación no salíamos por aquí ni por equivocación: Laviana, Siero, Gijón y, sobre todo, La Pomar eran los destinos preferidos de nuestra diversión y peculio. En Sama no se cenaba. En Sama no se tomaban copas. Por Sama no se salía.

Así acabamos con ella, traicionándola un poco entre todos.

He tenido que pasar la treintena para volver a fijarme en ella. Para darle una oportunidad. Y mira, sí, funciona. Resulta que no hay que irse hasta Candás para comer una buena ventresca, ni a Gascona a que te echen un culín o a La Pomar a tomar una copa. Aquí, al lado de casa, tenía todo esto y mucho más. No me había fijado.

Es tarea de todos volver a insuflar vida a Sama. Es difícil, qué duda cabe. Cierto es que cada vez cierran más negocios: unos, por poca planificación; otros, por mala suerte; alguno puede que hasta injustamente. Que parece que estamos instalados en una apatía y abandono no solo en forma de pistas de pádel o de minigolf. Que cuesta arrancarnos del asiento y que formemos parte del movimiento. Aún así y con todo, estoy seguro de que el esfuerzo merecerá la pena.
Somos el motor de esta sociedad. Respondamos a su arranque.

Nada me gustaría más que este pregón sirviese para valorar un poco más el sitio donde nos ha tocado vivir, ya sea por obligación o por elección. Que viésemos de manera un poco diferente a esta Sama manida y un tanto estropeada. Que le quitemos esta pátina gris que arrastra desde hace años.

Resulta que, hace no mucho, era un faro cultural de enorme importancia en el campo de la música clásica. Que aquí se emprendían proyectos que se ponen como ejemplo en el resto de España. ¿Por qué no recuperamos esta vía?, ¿por qué no somos de nuevo pioneros en la construcción de instrumentos antiguos o la creación contemporánea?, ¿por qué no somos el primer lugar de España en mezclar arqueología industrial con interpretación musical?, ¿pozos mineros como salas de concierto?, ¿por qué no? Tenemos una veta delante de los ojos y no la vemos.

Absorbamos la energía de un Conservatorio que el año que viene cumple treinta y cinco primaveras, de una banda de música centenaria y de los diferentes coros y agrupaciones vocales que pululan por Sama. Escuchemos qué tienen que decir y pongámoslos a trabajar en perfecta sincronía, cada uno en su sitio. Ofrezcamos a los niños un entretenimiento instructivo, a los jóvenes una oportunidad de futuro y a los mayores una vía de escape. No hay que inventar nada: muchas ciudades europeas tienen implantados modelos similares. Tan solo hay que copiarlos. Es fácil hablar, es cierto. Pero aquí me ofrezco para lo que mi experiencia pueda aportar.

Y hay más. Claro que hay más. Hay otros tipos de música y músicos. Hay escritores, cineastas, pintores y escultores. Hay un movimiento artístico variado, potente y pintoresco que hay que promover, escuchar, mimar y sincronizar. La cultura, al igual que la siderurgia o la minería, es una industria. Una industria que crea puestos de trabajo, turismo de calidad y beneficios de muy diferente naturaleza. Que posiciona y distingue a la ciudad que invierte en ella.

La cultura nos diferencia de los animales, no solo de los que tienen pelo, pico o pata, sino de los que campan a sus anchas por las vías del machismo, la xenofobia o el rechazo social. Cultiva en nosotros una empatía y sensibilidad que se antoja fundamental en estos tiempos.

Hagamos entre todos una Sama mejor. Más luminosa. Más colorida.

Muchas gracias a todos los que estáis detrás de mí: yo os veo delante.

Viva Santiago y viva Sama.

Aarón Zapico